Al principio, la desobediencia se relacionaba con la rusticidad salvaje, con la bestialidad incontrolable. Desobedecer es sacar a relucir una parte de nosotros animal, estúpida y tosca. Se ha señalado que el pueblo de los «anormales» está formado, en parte, por «incorregibles». El incorregible es el individuo incapaz de acatar las normas de la colectividad, de aceptar las reglas sociales, de respetar las leyes públicas. Son estudiantes turbulentos, perezosos, que no obedecen a sus profesores; obreros que trabajan mal y a regañadientes; vándalos recalcitrantes; delincuentes que entran y salen continuamente de la cárcel. Con el individuo incorregible los aparatos disciplinarios (la escuela, la Iglesia, la fábrica) acaban tirando la toalla. Por mucho que les vigilen, que les castiguen, que les impongan sanciones, que les sometan a ejercicios, el incorregible no progresa nunca, es incapaz de reformar su naturaleza y superar sus instintos.
La «incorregibilidad» procede de un fondo de animalidad rebelde. Aceptar la mediación de las leyes, resistir el impulso de los instintos primarios, hacer lo que otro nos exige que hagamos, es acceder a la plataforma de la humanidad «normal». Desobedecer es dejarse caer por la pendiente del salvajismo, ceder a las facilidades del instinto anárquico. Si lo que nos lleva a desobedecer es el animal que hay en nosotros, entonces obedecer consiste en afirmar nuestra humanidad.
Fragmento del libro Desobedecer de Frédéric Gros