La ciudad no siempre ha sido extensión de la prisión. Fue un lugar humano.
Qué enorme diferencia vemos en los barrios de la ciudad de México durante los últimos veinte años. Entonces las calles de los barrios eran realmente bienes comunales. Alguna gente las utilizaba para vender hortalizas y carbón de leña. Otros colocaban sus sillas en las aceras para beber café o tequila. Otros se reunían en la calle para decidir quién sería el nuevo representante del vecindario, o para determinar el precio de un asno. Otros conducían sus asnos por entre la multitud, caminando próximos a sus bestias de carga; otros montaban en sus sillas. Los niños jugaban en las zanjas y, aún así, los caminantes podían usar la calle para ir de un sitio a otro.
Esas calles no fueron construidas por la gente. Como cualquier otro bien común, la calle misma era el resultado de la gente que allí vivía y tornaba habitable ese espacio. Las viviendas que franqueaban las calles no eran hogares privados en el sentido moderno: garajes para el depósito nocturno de los trabajadores. El umbral separaba aún dos espacios vivientes, uno íntimo y otro común. Pero ni los hogares en su sentido íntimo ni las calles como bienes comunales sobrevivieron al crecimiento económico.
En los nuevos barrios de la ciudad de México las calles no son ya para la gente. Son ahora carreteras para coches, para autobuses, taxis y camiones. La gente es difícilmente tolerada en las calles a menos que se dirija hacia la parada del autobús. Si ahora la gente se sentara o detuviera en las calles sería un obstáculo para el tránsito, y el tránsito sería peligroso para quien así lo hiciere. La calle fue degradada, de bien comunitario a un simple recurso para la circulación de vehículos. La gente ya no puede circular por sus espacios, el tránsito desplaza su movilidad. Sólo puede circular cuando se le acota y se le traslada.
Ivan Illich.
El silencio es un bien comunal. Tokio, 1982.
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México